Las memorias de Rómulo. Breve historia de la Colonia Tovar.

Texto y Fotografías por Cam Villarruel
I

Rómulo siempre destacó por torpe y risueño. La mejor prueba de ello la lleva en su frente: una cicatriz atravesada que se ganó montado en su bicicleta, cuando bajando la colina a toda velocidad recordó que no funcionaban los frenos y terminó despatarrado en medio del mercado. Siendo un púber fue tal el bochorno, que la marca de ese golpe dejó una profunda huella en su orgullo, más profunda aún que la gran cicatriz que carga en la cara.

II
Anoche su padre mencionó a su madre que debía estar de punta en blanco en la mañana siguiente. Era marino y reservado. Lo único que Rómulo distinguió entre las palabras del padre y el silencio obediente de su madre, simulando dormir en la penumbra del cuarto que todos compartían, fue que un gran barco zarpaba. Lo dijo todo murmurando y sin detalles, lo que fue como pólvora que encendió en Rómulo la chispa de la curiosidad.
III
Trazó en secreto un plan para subir al buque sin ser descubierto y así, poder ver de cerca que pasaba. Llevaba toda una vida obedeciendo las órdenes de su madre en esa casa austera y desbaratada en medio del campo, a donde solo llegaban los ecos de guerras y hazañas perpetradas en tierras lejanas.
IV
La precaria estrategia funcionó, y Rómulo celebró incrédulo escondido entre cajas de licor en la bodega del barco.
De pronto percibió que el suelo oscilaba suavemente bajo sus pies. Ya habían zarpado, y él allí adentro sin haber develado aún el misterio del viaje pero ahora atrapado en la odisea de polizón -aunque ese término no aplica al caso realmente, ni a los tiempos que corren en la Alemania del siglo XIX.
V
Pasó el día entero agazapado en un rincón. Por la noche no pudo conciliar el sueño preso de las pesadillas a las que lo transportaban los gritos y sollozos que venían de la cabina del barco.
Al amanecer, después de muchas vicisitudes acerca de como proceder, decidió hacer su aparición estelar en medio del bullicio desordenado que reinaba en la proa del barco.
VI
Las personas estaban amuchadas, sucias, pestilentas, se veían débiles, confusas, con un aire de ausencia mirando el horizonte, que permanecía distante, ajeno e imperturbable.
Al verlo, una mujer de ojos vidriosos y mirada triste lo cobijó con un abrazo maternal. Desconcertado por el gesto, Rómulo sintió como flaqueaban sus últimas fuerzas y estalló en llanto. Hacia más de un día que no probaba bocado, y no podía borrar de su mente el olor a pan caliente que amasaba su madre y que todas las mañanas perfumaba el hogar.
VII
No fue el llanto en sí mismo sino la potencia de sus alaridos, que contrastaron con el ambiente moribundo y débil que predominaba en el barco, que llamó la atención de uno de los pocos tripulantes a bordo. Al cersionar que no figuraba en ninguna lista, el joven Rómulo fue sometido a un precario chequeo médico. Su buena salud lo condenó a un encierro de semanas. Le explicaron entre retos que materializaban la presencia acusadora e intimidante de su padre, que ese barco estaba trasladando a personas que padecían una extraña enfermedad que destruía la piel y se contagiaba solo con la mirada, a tierras lejanas para conservar al Imperio Alemán de tan impuras atrocidades, seguramente fruto de la herejía pagana.
VIII
En ese barco, encerrado en cuarentena, Rómulo conoció el infierno, o algo así imaginaba. Mientras atravesaban lentamente el Atlántico y la lepra diezmaba a los pasajeros, Rómulo escuchó mil historias. Algunas eran misceláneas que relataban la añoranza del hogar, los perfumes del campo que la memoria recogía imprecisamente en el estupor de la fiebre. También oyó historias de terror, de fantasmas, de demonios, de reyes inquisidores, voces como espasmos que llegaban al camarote fruto de los delirios de altamar y la agonía de la enfermedad.
IX
En ese tiempo, que fue como un solo día que amaneció cuando se escabulló en el barco y que se repetía sin nunca acabar, Rómulo tuvo tiempo de sobra para evaluar, maldecir y enjuiciar su torpe comportamiento, que esta vez lo había llevado demasiado lejos. Esas reflexiones tenían forma de espiral, nunca llegaban a buen puerto ya que era inverosímil solucionar el problema que lo mantenía preso y sin rumbo cierto.
Allí fue cuando Rómulo esbozó una simple aunque esmerada teoría que adoptaría como filosofía de vida: las cosas eran simples. Si en su ya lejana tierra las cosas funcionaban, siempre lo dijo su padre, era a fuerza de constancia y empeño. ¿Para qué inventar cosas raras que terminaban en naufragios en altamar?
X
Al arribar en tierra firme, fue trasladado a distancia de los pocos seres ahora de aspecto cadavérico que aún le sobrevivían a la peste. Rómulo sabía que los cuerpos inertes de quienes perecieron en el camino se habían perdido para siempre en el fondo del mar. Era una sinsentido trasladar cuerpos inertes al medio de la selva, más aún cuando el límite de olores a bordo había excedido cualquier parámetro mínimo de salubridad.
Rómulo y los enfermos, que más bien parecían reclusos -quizás eran ambas aunque nada estuviera dicho más que en los hechos- fueron conducidos a unas camionetas relucientes color verde militar, las cuales los llevarían al destino final.
Nota del editor:   Rómulo y los leprosos fueron depositados en una zona selvática del Caribe, rodeados de laderas y montañas, en palabras del Ministro Quintero, quien ordenara la misión -y que en cierto sentido era jefe del padre de Rómulo-: «sobre terrenos incultos, propios para fundar pueblos y empresas de agricultura».
Perdimos el rastro de Rómulo hasta llegado a edad avanzada, pero sabemos acerca del lugar donde pasó sus días que acabó siendo una próspera colonia, destacada en la producción de cerveza, café, frutas y flores, con casitas de construcciones que reflejan la añoranza de esos lejanos hogares perfumados con olor a pan recién horneado, de las andanzas en bicicleta en subidas y bajadas, de la voz de un padre que aún como un eco resuena y endereza.
Dicen que Rómulo, preso de la tristeza del desarraigo, se enamoró perdidamente de una mulata que conoció en Caracas. Al poco de conocerla se la llevó a vivir con él a la colonia y pasó las temporadas trabajando sus parcelas de tierra, cosechando frutas y manteniendo un hermoso jardín de hortensias color lavanda.
Dicen que algunas noches de demasiado cucuy, Rómulo confesó ser apasionado de los paisajes, que pintaba en su casa en los ratos libres, aunque la voz paterna aún hacía eco, entonces no se atrevía a compartir su arte por miedo a que le perdieran el respeto, que tanto le había costado ganarse a fuerza de dejar atrás los tiempos de distracción y torpeza pública.
Las cosechas se sucedieron y con los años Rómulo lamentó no haberse atrevido a mostrar quién era, porque era lo que pintaba y pintaba lo que era, conocía toda la gama de lilas y rosados por las que pasaban sus hortensias antes de llegar a ser color lavanda.
Como era de suponer, Rómulo pudo cambiar su comportamiento y acostumbrarse a todo lo nuevo, pero su esencia permaneció intacta, impoluta. Murió por torpeza, un día nublado de agosto. Trabajando la parcela en la pendiente inclinada de la montaña,se distrajo contemplando la vista y no pudo detener a la mula, que se tropezó y desbarrancó colina abajo, con Rómulo a cuestas que solo llego a esbozar un grito que se perdió en el vacío.
Si existe el más allá, quizás ahí esté Rómulo ahora, brindando con Picasso a la salud de esta historia, que revela sus secretos y lo inmortaliza en palabras que le escapan al olvido.
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